El otro día me dejé de tonterías y decidí hacer un homenaje a mi persona. Convencido de mis altos méritos, de mi recta conducta ciudadana, y el especial talento para tantas y tan variadas cosas, organicé el importante evento, al cual, por razones de modestia y de principios, yo era el único invitado.
Para ello establecí un riguroso programa que imprimí en la única tarjeta que, dirigida a mí mismo, establecía el orden de los actos de aquella trascendental velada: primero, el discurso introductorio en el cual se destacaban mi labor patriótica así como el extraordinario aporte a la cultura universal y a la paz y la comprensión entre los hombres. Después del discurso procedería a condecorarme con la orden de mi persona en primer grado y seguidamente haría un brindis haciendo votos por una larga y exitosa vida con tan brillante trayectoria.
En el programa se establecía que después de colocarme la cinta frente al espejo, tomaría asiento para un exquisito banquete preparado para la solemne ocasión, en el cual, como invitado solitario, ocuparía el lugar de honor.
El acto se llevó a cabo a la hora prevista. Vestido de rigurosa etiqueta tomé asiento en la amplia biblioteca de mi casa, y bajo los acordes de una moderna melodía de Mozart me serví un trago de excelente whisky. Confieso que me sentía nervioso. Poco acostumbrado a los actos pomposos y a los homenajes, mordía insistentemente la boquilla de mi pipa mientras daba vueltas por la sala sonriendo amablemente cada vez que me veía en el espejo.
Cuando llegó el momento de tomar la palabra para el discurso de orden se me hizo un nudo en la garganta. No obstante, expuse de una manera magistral, plagada de inusitada sencillez y profundidad, la importancia de mi labor y de mi vida. Fue una síntesis precisa de mis virtudes de mi mágica personalidad, inteligencia y genio desbordante. Interrumpido a cada instante por mis aplausos hice especial hincapié en la graciosidad de mi varonil figura tan propia de los predestinados. Al concluir, el largo aplauso que me brindé por tan brillante pieza oratoria me obligó a inclinar varias veces la cabeza en señal de agradecimiento. Después de imponerme la condecoración me felicité sin poder ocultar el orgullo que me producía conocerme y poder disfrutar siempre de mis eminentes cualidades.
La cena fue maravillosa. De entrada me serví un coctel de caviar rojo del Volga con salsa Bouterlied acompañado de un Pinot Bouvoir 1945 de Le Roi. Luego de una increíble sopa boullibase, degusté un inolvidable moulie de corazones de aves variadas a la Domaine saboreando un increíble Lafite-Rothschild 1832. De postre flan kirschestrassen vienés con fresas gigantes.
Al finalizar aquella fastuosa cena me dirigí al sofá principal de la casa, y encendiendo un Montecristo acompañado de cognac Napoleón reserva especial, bajo las suaves notas del adagio de Albinoni cambié francas impresiones sobre mis dotes, mi pasado hermoso y mi prometedor futuro.
Fue un acto sencillo pero muy emotivo y lleno de verdadera sinceridad y afecto. El hecho de haber reconocido mis méritos y el aprecio bien merecido que me profeso me dejaron profundamente conmovido y lleno de honda satisfacción.
La noche culminó haciéndome un justo regalo y después de despedirme prometí homenajearme con más frecuencia, absolutamente convencido de ser, para mí, la persona más digna de tan justa pleitesía.
Para ello establecí un riguroso programa que imprimí en la única tarjeta que, dirigida a mí mismo, establecía el orden de los actos de aquella trascendental velada: primero, el discurso introductorio en el cual se destacaban mi labor patriótica así como el extraordinario aporte a la cultura universal y a la paz y la comprensión entre los hombres. Después del discurso procedería a condecorarme con la orden de mi persona en primer grado y seguidamente haría un brindis haciendo votos por una larga y exitosa vida con tan brillante trayectoria.
En el programa se establecía que después de colocarme la cinta frente al espejo, tomaría asiento para un exquisito banquete preparado para la solemne ocasión, en el cual, como invitado solitario, ocuparía el lugar de honor.
El acto se llevó a cabo a la hora prevista. Vestido de rigurosa etiqueta tomé asiento en la amplia biblioteca de mi casa, y bajo los acordes de una moderna melodía de Mozart me serví un trago de excelente whisky. Confieso que me sentía nervioso. Poco acostumbrado a los actos pomposos y a los homenajes, mordía insistentemente la boquilla de mi pipa mientras daba vueltas por la sala sonriendo amablemente cada vez que me veía en el espejo.
Cuando llegó el momento de tomar la palabra para el discurso de orden se me hizo un nudo en la garganta. No obstante, expuse de una manera magistral, plagada de inusitada sencillez y profundidad, la importancia de mi labor y de mi vida. Fue una síntesis precisa de mis virtudes de mi mágica personalidad, inteligencia y genio desbordante. Interrumpido a cada instante por mis aplausos hice especial hincapié en la graciosidad de mi varonil figura tan propia de los predestinados. Al concluir, el largo aplauso que me brindé por tan brillante pieza oratoria me obligó a inclinar varias veces la cabeza en señal de agradecimiento. Después de imponerme la condecoración me felicité sin poder ocultar el orgullo que me producía conocerme y poder disfrutar siempre de mis eminentes cualidades.
La cena fue maravillosa. De entrada me serví un coctel de caviar rojo del Volga con salsa Bouterlied acompañado de un Pinot Bouvoir 1945 de Le Roi. Luego de una increíble sopa boullibase, degusté un inolvidable moulie de corazones de aves variadas a la Domaine saboreando un increíble Lafite-Rothschild 1832. De postre flan kirschestrassen vienés con fresas gigantes.
Al finalizar aquella fastuosa cena me dirigí al sofá principal de la casa, y encendiendo un Montecristo acompañado de cognac Napoleón reserva especial, bajo las suaves notas del adagio de Albinoni cambié francas impresiones sobre mis dotes, mi pasado hermoso y mi prometedor futuro.
Fue un acto sencillo pero muy emotivo y lleno de verdadera sinceridad y afecto. El hecho de haber reconocido mis méritos y el aprecio bien merecido que me profeso me dejaron profundamente conmovido y lleno de honda satisfacción.
La noche culminó haciéndome un justo regalo y después de despedirme prometí homenajearme con más frecuencia, absolutamente convencido de ser, para mí, la persona más digna de tan justa pleitesía.
De La miel del alacrán, por Otrova Gomas.
Este artículo fue publicado en Perspectivas Sistémicas Nº 2, año 1, ago/sep. 1988
Red Sistémica. Artículos "on line"
Le falta decir que se subió a hombros a sí mismo jaja menudo tipo..
ResponderEliminarNada mejor que el humor, para ilustrarnos... ;-)
ResponderEliminarBesos (muchos)